martes, 17 de julio de 2018

MALDITOS RECUERDOS



Un pasillo de hospital se presenta siempre como un túnel, una calzada hacia la incertidumbre, que frena nuestros pasos y alienta nuestro deseo de correr hacia la salida. Hay unidades con pasillos animados por gente que espera en la puerta de las habitaciones, seres que sueñan con marchar pronto y otros que llegan a poner un poco de alegría en las tediosas horas de encierro. Sin embargo, hay pasillos en los que, al pisar por primera vez, percibimos el desconsuelo que produce saber que no conducen a ninguna parte, que las expectativas han cedido a la mínima esperanza de desear que todo permanezca como está, que, al menos, no empeore.

Una señora de más de ochenta años pregunta por su madre reiteradamente (mi abuela decía que en los peores momentos siempre habrías de acordarte de tu madre), la persona que la acompaña le ofrece un frágil consuelo "ahora viene, ha ido a comprar". La enferma calla un momento, parece que las palabras han conseguido frenar su angustiosa llamada, hasta que responde: "No tiene dinero".

La pobreza, flotando en el pozo negro de la memoria, como un recuerdo maldito. 
 

viernes, 13 de julio de 2018

UNA MADRE DE PELÍCULA

La voz de mi hijo se entrecortaba; de fondo se oía el viento soplar. Lo imaginé a la intemperie durante una noche desapacible y se me encogió el corazón. No era para esto para lo que había ido a estudiar al extranjero. No pude entender nada de lo que me dijo, por más que lo repasé una y otra vez después de que la comunicación se hubiese cortado. Preocupada, volví a mirar la fotografía que mi hijo menor me había mostrado de su hermano en las redes sociales, realizada en estos días; pero no parecía él. Todo estaba fuera de lugar en mi mente y, lo peor era que la prensa hablaba de tragedias en las que se veían envueltos jóvenes que se hallaban fuera de sus casas. Eso no ayudaba, como tampoco lo hacía el que personas de nuestro alrededor no dejasen de insinuarnos que habíamos cometido una locura dejándolo marchar a aquel curso de verano. Me decía a mí misma que era un país de la Unión Europea, que no estaba en una zona de conflicto...; pero volvía a la falta de noticias y a la llamada y todo me parecían malos presagios. La cabeza me daba vueltas.

-Mamá, mamá -noté que me sacudían ligeramente.
-¿Pablo? Pero...¿tú no estabas en Grecia? -sentía como si hubiese salido de una pesadilla interminable.
Me miró con condescendencia; no es ya que se hacía un adulto, es que me veía mayor y se sentía obligado a dejar de protestar por las cosas que yo hacía, para intentar comprenderlas.
-Si no te espabilas, no llegamos a tiempo al aeropuerto -sonreía.
-Pero...-me daba vergüenza confesar todo lo que mi cabeza había llegado a construir-, tuvimos que llamar a la embajada, no sabíamos nada de ti...
Se acercó y me miró fijamente, evaluando los estragos que aquel mal sueño había dejado en mi cerebro.
-Estaré bien, no te preocupes. Todas esas ideas que hay en tu cabeza vienen de esas películas de Liam Neeson que tanto te gusta ver.
La frase resonaba en mi cabeza cuando lo vi embarcar esa madrugada.
FIN

lunes, 9 de julio de 2018

LA EMBAJADA

Que alguien tome el mando no siempre resulta tranquilizador y, por consiguiente, no nos invita a depositar nuestra confianza en lo que esa persona haga, sino que, más bien, llegamos a temer hasta dónde esté dispuesta a llegar, por muy buenas que sean sus intenciones. He aquí un vivo ejemplo:
-He localizado al profesor que se ha encargado de organizar el viaje -dice el padre.
Todo normal; a fin de cuentas, el profesor estará acostumbrado a que haya padres que no se conformen con ese estereotipo de los jóvenes que viajan al extranjero y no se comunican con su familia.
-Me ha puesto en contacto con la embajada -añade con suavidad, esperando mi respuesta.
Lo miro un momento. "Embajada" suena a película de secuestro de Harrison Ford, de modo que intento recomponer en mi mente cuál será en realidad su intervención en un asunto doméstico como el que nos ocupa. De repente, temo que estemos haciendo una montaña de un grano de arena y lo digo, creyendo que mis palabras pueden tener algún efecto sobre los acontecimientos. Pronto voy a saber que estoy equivocada.
-He llamado y van a hacer gestiones para localizarlo -anuncia, sabiendo que acaba de poner ante nosotros el termómetro de nuestras emociones: si no haces nada y te dejas llevar, cuántos reproches cabrán ante lo inevitable; en cambio, si haces algo, cómo de ridículo podrás aparecer ante los ojos de los demás y -lo peor- de tu propio hijo. Por eso, suspiro y decido subir un grado más la exageración con la que, seguramente, lo estamos viviendo:
-¿Qué pensarán los demás cuando sepan que la embajada hace gestiones para asegurarse de que está bien? Creerán que es el hijo de un diplomático o algo así -digo pensativa, temiendo que la situación se escapa ya de nuestras manos.
    Es muy temprano cuando suena el teléfono, lleno de presagios, como siempre que un miembro de la familia está fuera.
Continuará

miércoles, 4 de julio de 2018

La sociedad y el tomate frito


La sociedad diseña un modelo de padres y madres en el que se presupone un grado de nerviosismo rozando la histeria cuando los hijos marchan fuera del hogar.

Bajo esta premisa, pueden llegar a producirse situaciones como la que a continuación se narra:

Padre: No he dormido en toda la noche. No pienso estar un minuto más sin hablar con el niño.

(El niño tiene casi veinte años)

Madre: Ha puesto una foto en las redes sociales.

Padre: A mí eso no me sirve, puede estar trucada. ¿Cómo se llamaba el profesor encargado del curso al que ha ido?

Madre: No sé. Tiene un apellido parecido a una marca de tomate frito...

      El esposo la mira. Piensa que, después de todo, bajo la apariencia tranquila, los nervios también están haciendo estragos en ella, afectando a su equilibrio emocional, hasta el punto de mezclar la lista de la compra con una situación tan aterradora como la de que hace dos días que no saben nada de su hijo.
     Él lo va a arreglar, por supuesto que sí. Ya verán cómo en la siguiente entrega.

Continuará


lunes, 2 de julio de 2018

UN VIAJE EMPIEZA ANTES

Del momento en el que empieza un viaje se ha escrito mucho como para que yo pueda aportar algo más que mi propia experiencia. Es lo cierto, que hay quienes lo vivimos intensamente desde que se imagina y va creciendo a medida que se van realizando los preparativos. Esto será lo que le habré transmitido a mi hijo, porque hace meses que colocó en la puerta del frigorífico la inmensa lista de lo que necesitaría llevar para su viaje de estudios y fue tachando concienzudamente aquello que preparaba. Me sentí orgullosa de comprobar que era alguien que se emocionaba con el más mínimo detalle y que, además, no iba a improvisar, volviéndonos locos al resto de la familia. Eso creí.
Llegó el día de salida; él, aparentemente, tranquilo, deseoso de iniciar su viaje de estudios al extranjero; nosotros, disimulando, haciendo como que es cosa de un mes y luego el resto del curso queda un poco lejos.
En la cola de embarque hace bromas acerca de que estamos todos rodeándolo y, en realidad, es él el único que se marcha. Me gusta verlo así, con la mente y los ojos abiertos, sin atisbo de temor y, con esa sensación, regreso a casa, ya de madrugada.
Cualquier madre sabe que, cuando uno de los hijos no está, la ausencia se nota incluso antes de que pongas un pie en el suelo para levantarte de la cama. Si, además, está lejos, inmediatamente, piensas si habrá dejado algún mensaje en el móvil. No hay avisos, no está conectado, no ha puesto ninguna fotografía (ahora que los jóvenes suben imágenes de todo lo que van haciendo). Trago saliva, intentando no convertir en un drama el hecho de que no sé nada de mi hijo y tampoco tengo medio de hablar con él.
Continuará