Un pasillo de hospital se presenta siempre
como un túnel, una calzada hacia la incertidumbre, que frena nuestros pasos y
alienta nuestro deseo de correr hacia la salida. Hay unidades con pasillos
animados por gente que espera en la puerta de las habitaciones, seres que
sueñan con marchar pronto y otros que llegan a poner un poco de alegría en las
tediosas horas de encierro. Sin embargo, hay pasillos en los que, al pisar por
primera vez, percibimos el desconsuelo que produce saber que no conducen a
ninguna parte, que las expectativas han cedido a la mínima esperanza de desear
que todo permanezca como está, que, al menos, no empeore.
Una señora de más de ochenta años pregunta por su
madre reiteradamente (mi abuela decía que en los peores momentos siempre
habrías de acordarte de tu madre), la persona que la acompaña le ofrece un
frágil consuelo "ahora viene, ha ido a comprar". La enferma calla un
momento, parece que las palabras han conseguido frenar su angustiosa llamada,
hasta que responde: "No tiene dinero".
La pobreza, flotando en el pozo negro de la
memoria, como un recuerdo maldito.
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