miércoles, 23 de diciembre de 2020

 NAVIDADES DIFERENTES.

            Una algarabía de recreo infantil llena el amplio salón. Las puertas están abiertas de par en par y, ya desde la entrada, puede verse el coro infantil y la decoración navideña que cuelga del techo. Los familiares se han situado de la mejor manera posible y se quejan de no tener donde dejar los abrigos, estando la calefacción tan alta. Afuera luce un sol tibio, que no consigue vencer la humedad de los parterres y las aceras.

            La directora ha dado inicio al acto con palabras que tomó prestadas del año pasado, porque en Navidad parece suficiente con decir: cariño, entrañable, unión…Además, todos están deseando que comience el acto, que termine y que puedan tomar las viandas que están preparadas en la enorme galería. Afortunadamente, el coro está compuesto por jóvenes en la pubertad, que no parecen dispuestos a permanecer mucho tiempo en la misma posición. De modo que con unos cuantos villancicos consiguen animar el ambiente. A continuación, la entrega de regalos por tres reyes magos disfrazados con empeño, aunque cualquier parecido con la fantasía sea pura coincidencia.

            La directora va nombrando, impostando un poco la voz para resaltar que están en un momento único, porque para algunos puede ser la última vez, aunque, por supuesto, no se le ocurra decirlo. Así que deben sentirse felices y agradecidos. Jaime Duero, Tomás Miño, Ana Pisuerga…y, así, sucesivamente. A la mayoría les ayudan sus familiares, fingiendo una alegría que tendrá la misma duración que el acto navideño. Consuelo Tajo. Silencio. Consuelo Tajo. Silencio, murmullos y miradas en derredor. Los estómagos rugen con impaciencia. A ver –alza la voz la directora– Consuelo… Hace gestos para que alguien la busque  y la entrega de regalos pueda terminar de una vez. Le molesta la perturbación de rutinas que significa la celebración navideña, prefiere las tareas de despacho, el orden del archivo, las ideas y las personas en su sitio; cada uno conociendo sus horarios y deberes.

            Un escuadrón de auxiliares se reparte por el salón, el pasillo y los baños, con un ligero temblor. La familia de Consuelo no ha venido y deberían haber estado más atentos a ella. No quieren ni pensar en los reproches de la directora. La preocupación va aumentando, hasta que alguien da la voz de aviso, señalando hacia la galería. Sentada en su silla de ruedas, Consuelo recuerda las navidades de su infancia, mientras contempla con una sonrisa angelical los pajarillos revoloteando sobre la fuente.

           

martes, 22 de diciembre de 2020

 

BAILE DE SILLAS.

Tras cuarenta años de casados, la única tarea en la que había conseguido que su marido se implicara era la de poner la mesa para la cena de nochebuena; de modo que no estaba dispuesta a que ninguna crisis sanitaria –por grave que fuese– y, mucho menos, las recomendaciones de un ministro o consejero, frustrasen el resultado de tantos años de esfuerzo.

Acababan de almorzar cuando se pusieron manos a la obra. “Estas cosas conviene probarlas con tiempo para que nada falle”. Era doce de diciembre. Desplegaron el ala supletoria de la mesa y dispusieron diez sillas alrededor. Perfecto. Era asombrosa la manera en la que las autoridades habían calculado el número adecuado para que la mesa no se descuadrara. Las contó dos veces, porque le parecía imposible semejante grado de acierto. Diez. Colocó el hule de los días de fiesta y el mantel con motivos navideños. Se aseguró de que no quedara más corto en un extremo que en otro y, mucho menos, colgara demasiado; no le gustaba ver que el mantel quedara en el regazo de los comensales, porque acabarían limpiándose las manos en él, en lugar de utilizar las servilletas.

Para asegurarse de que todo cumplía con los requisitos que consideraba como imprescindibles para que una mesa estuviese debidamente puesta, midió la mesa de un extremo a otro y colocó el centro navideño justo en la mitad. Se alejó unos pasos para comprobar si hacía el efecto deseado y a punto estuvo de trastabillar, porque se había descalzado para no ensuciar la alfombra. Asintió, aunque en su interior, notaba que faltaba algo. Ante el silencio expectante del marido, deseoso de sentarse a ver las noticias, fue colocando un plato de respeto para cada uno de los diez invitados, con la misma distancia entre uno y otro. Al finalizar, apretó los labios, insatisfecha. Meditó un momento, abrió la caja de la cubertería que guardaba exclusivamente para los días especiales y fue colocando correctamente cada uno de los cubiertos que necesitarían. El brillo de cucharas, cuchillos y tenedores pareció revitalizarla y recobró la confianza. “Perfecto”, murmuró. El marido se dirigía ya hacia el sofá, cuando la vio contemplar la mesa acariciándose el mentón. Cuarenta años de matrimonio pueden ser una tortura si no se aprende a descifrar el significado de cada gesto. Sabía que faltaba algo: las copas. Esta vez, por terminar cuanto antes, él se las fue aproximando cuidadosamente. “Espera, ahora las de agua”. Nunca había entendido que en tu propia casa te pusieras una copa para agua, pero se guardó mucho de decirlo. La mesa estaba puesta, por fin.

–¿Quiénes vendrán? –preguntó el esposo mostrando un interés que hacía años que no sentía.

–Ya sabes que nunca me ha hecho falta nadie para ser feliz –respondió ella.

lunes, 21 de diciembre de 2020

 ESPÉRAME.

Te dije “No voy” y la frase me sonó imponente, porque –por primera vez– estaba defendiendo mi vida como un territorio privado, en el que solo podía entrar quien yo eligiera. Te dije “No voy” y sentí la liberación de no tener que viajar en Navidad, de soportar las aglomeraciones de la estación (cuando sufres una, la sensación parece multiplicarse con todas las demás que abren los telediarios), de ponerme vestido, medias y zapatos de tacón, porque esa es la costumbre familiar, aunque suponga pasar frío; de comer poco y cocinar mucho. A pesar de todo, quizás me quedara algo de remordimiento, por eso, añadí: “Ya iré en Semana Santa o antes, porque tengo días de vacaciones que este año no me he tomado; ya sabes, demasiado trabajo en la oficina, ahora que se han jubilado dos compañeras”. La línea telefónica, siempre tan fría, me transmitió, sin embargo, tu sonrisa cálida y comprensiva, que yo interpreté como que no me creías, que seguía siendo una niña caprichosa que necesitaba rebelarse de vez en cuando. Me enfadé y volví al inicio: “No voy. Nos veremos más adelante”. Pero más adelante fue tarde y lo poco que supe de ti durante tus últimos días de vida fue gracias a una enfermera que me informaba de la mejor manera posible de que te estabas apagando.

Este año aprendí que hay costumbres familiares que son un auténtico ritual bajo el que se esconde la seguridad con la que hemos crecido, que podemos cuestionarlo, ridiculizarlo e, incluso, renegar de él; pero cuando nos rodea, nos hace sentir que pertenecemos a una pequeña comunidad, hecha de amor y cuidados. Aprendí que decir voy, es decir me importas;  que, a veces, la vergüenza para confesar que amamos viene envuelta en un almuerzo copioso preparado con la mejor sonrisa.

Hoy daría cualquier cosa por regresar a esa conversación telefónica y decirte feliz: “Espérame”.

martes, 15 de diciembre de 2020


 EL ESPÍA Y LA ADOLESCENCIA.

Tenía yo catorce años cuando gané un premio literario escolar, que consistía en un lote de libros. Entre Machado, Gloria Fuertes, Juan Ramón Jiménez y algunos otros que integran lo más entrañable de mi modesta biblioteca, emergió este desconocido, audaz, elegante, sensible y con buen humor.

Le Carré me condujo por un laberinto de calles, de emociones y de pensamientos que, a mi edad, comenzaba a descubrir. Era el tránsito de la infancia a la adolescencia, la definición de gustos e inclinaciones, el dictado de los progenitores y la rebeldía…; la rueda de la vida, girando incansablemente. La mano de Le Carré alentó el espíritu aventurero que nadie hubiese presupuesto en mí y abrió un mundo de lecturas que vendrían a continuación y que no estaban entre las “establecidas”.

¿Alguien podría imaginar un desafío mayor que leer un libro que no parece pensado para ti?

 

viernes, 30 de octubre de 2020

 ESCALERAS DE LA INFANCIA (II)

La niña no sabía nada de redes sociales, aunque sí conocía ya la sensación que producía tener seguidores: la satisfacción de que unas personas le prestaran atención y la decepción por verlos marchar  a sus quehaceres al cabo de unos minutos. Entrar y salir de la vida de otros se le daba bien, pero le causaba un cierto desánimo. Quizás, sin poder ponerle nombre, nacía en ella el deseo de vivir a través de los demás. 

De todas las vecinas, Matilde, la del primero, parecía la más fiel; no había día que no se asomara al hueco de la escalera y la llamara ansiosamente. En realidad, no quería saber de la niña, sino tener a quién contarle lo caro que se estaba poniendo el pescado o lo poco que había dormido esa noche. La mayor parte de las veces, la niña conseguía distraerla con sus ideas infantiles, describiéndole cómo era el cielo desde su balcón o preguntando si en Navidad harían juntas los pestiños. Sin embargo, en otras ocasiones, Matilde la miraba sin verla, como si estuviese ida, y le hablaba de su difunto marido, al que, unos días, atribuía una muerte heroica ("Jacinto era un gran hombre", decía, henchida de orgullo) y, otros, un fallecimiento por despiste ("Jacinto andaba siempre en la luna", concluía cuando quería hacer pagar al esposo que se hubiese muerto sin ella). Ante esas luctuosas peroratas, la niña callaba y, con su sabia intuición de niña, se preguntaba si a Jacinto le gustaría estar ausente de aquella vida rutinaria. Después de todo, la ausencia era como un cristal bien limpio: siempre se veía desde ambos lados. 

miércoles, 28 de octubre de 2020

 ESCALERAS DE LA INFANCIA (I)

Cuando las escaleras dejaron de ser protagonistas para convertirse en escenario, siguieron reclamando su importancia. Al menos, para la niña, que, si se aburría en casa, salía al descansillo a hablar con quien bajase o subiese; igual le daba parar a quienes iban en un sentido o en otro. No hacía falta ninguna fórmula de cortesía, bastaba una palabra para que Engracia, la del tercero, se detuviera un momento al oírla, y le regañara por ensuciarse la ropa sentándose en un escalón, o bien, Felipe, el del quinto, le preguntara si no tenía nada mejor que hacer. La niña era zalamera y curiosa, una conjunción a la que difícilmente podían resistirse la mayoría de los vecinos, de modo que, casi siempre, le daban un rato de conversación. Hasta que, repentinamente, la niña recordaba que había dejado algo por hacer o desde el interior de la vivienda, le llegaba la voz de su madre, siempre dispuesta para añadir un encargo a otro, sumando tardes y mañanas de sábado, tirando del calendario hasta que la niña creciera y fuera ella quien se ocupara de la madre. Porque así eran las escaleras: los que subían, bajaban.

Continuará...

jueves, 11 de junio de 2020

EL PARQUE Y LA MAMPARA

Estábamos sentadas en el parque. Hacía una de esas mañanas luminosas, de cielos azules y nubes blancas y esponjosas, que han inspirado a tantos poetas. Un rayo de sol te atravesaba el pelo y dormitabas plácidamente. Tu tiempo estaba detenido, sin expectativas ni obligaciones que cumplir; el mío esperaba en la puerta, severo, pero a raya, porque sé bien cuáles son mis prioridades.
Éramos felices las dos, de ese modo incomprensible en el que lo somos cuando todo está perdido, cuando se han entregado las armas y, sin embargo, hay un reducto o una alameda en la que sentarse con las manos cogidas a ver revolotear los pájaros, mientras se aguarda el veredicto.
"Vendré el sábado", te dije, pretendiendo poner en ti una ilusión infantil, marcar en el calendario una fecha, ahora que todos los días parecen el mismo. Y nos dimos un beso: el mío, puesto como un sello en tu frente; el tuyo, un poco titubeante, pero todavía reconocible. Te miré después y, a pesar de todo, me dije que debía dar las gracias, porque estabas bien atendida y podíamos pasar tiempo contigo casi todos los días. Quise que esa serenidad no se acabara, que el final fuese esa foto fija.
Han pasado tres meses en los que las videollamadas han hecho imposible mantener el hilo que nos unía, que te sostenía. Ahora, en el triste encierro de una habitación, separadas por un cristal, mascarillas, bata y guantes, es imposible traerte de vuelta. Estás pálida y ausente, más aislada de lo que hayamos podido estarlo los demás durante el confinamiento. Estás ahí, pese a las muertes que ha habido en todo el país y al abandono miserable de las residencias de mayores. La solidaridad con las víctimas y sus familiares no impide sufrir porque ya no eres tú.
Me siento a pensar si hemos aprendido algo, si nuestras prioridades cambiarán. Tengo dudas: ya se puede hacer deporte, reuniones familiares y ocupar las terrazas de los bares; sin embargo, tú sigues resguardada entre muros y mamparas, lejos de la luz del sol y del cariño de tus hijos. A salvo de la muerte y de la vida.

lunes, 25 de mayo de 2020

¿ME ESTÁS ESCUCHANDO?

La normalidad no era tan maravillosa. Cuando hablamos de volver a ella hemos olvidado las jornadas maratonianas: madrugar, atender el trabajo, los hijos, la casa, llenar la nevera, ver a los abuelos los fines de semana, estar con los amigos, no perderse el último estreno de cine...Cada una de estas actividades llevaba consigo desplazamientos en coche, con los consiguientes atascos y nervios, desavenencias por quién y cuándo va adónde y, especialmente, convertía en igual de importantes a todas ellas. El confinamiento ha demostrado que no era así. Tocaría ahora reasignar el orden de prioridades; comprender que dedicar tiempo a los hijos (¿cuántas veces pensábamos en otra cosa mientras uno de nuestros hijos nos decía "mamá, ¿me estás escuchando?"), a la pareja (¿cuántas veces pensábamos en otra cosa mientras nuestra pareja nos decía "cariño, ¿me estás escuchando?") y a nuestros mayores (tan necesario ese diálogo entre generaciones) es abrir una vía de enriquecimiento personal a través de los cuidados. Deberíamos haber aprendido ya que cuidarnos nosotros y a quienes nos rodean es la base de una sociedad más próspera. Siempre y cuando, claro está, el concepto de prosperidad no lo dicten los mercados.
Por ejemplo, hemos descubierto en este tiempo de reclusión en casa que la cultura es mucho más que entretenimiento, es conexión con el pensamiento y emoción de los demás, una ventana hacia el mundo exterior que nos demuestra que no estamos solos.
Pasar un rato al aire libre se ha convertido en un lujo y, sin embargo, era (sigue siendo) necesario para nuestro equilibrio emocional y para mantenernos en relación con las fuerzas de la naturaleza que mueven el planeta y a las que nos hemos empeñado en enfrentarnos, en lugar de buscar la armonía con ellas.
Ahora nos toca volver, pero a nosotros mismos; cultivarnos, recuperar la conciencia de que formamos parte de una misma civilización, que el individualismo está poniendo en riesgo. Porque si perdemos el sentido del bien común, de que las acciones individuales afectan en mayor o menor medida a los demás, todo lo bueno que hemos construido se perderá.

miércoles, 20 de mayo de 2020

LA CABAÑA SIN CONEXIÓN

Síndrome de la cabaña es el nombre que los expertos dan a la falta de deseo por abandonar el confinamiento. Al parecer, se están dando casos frecuentes de personas que no quieren salir de sus casas, ni siquiera en los horarios establecidos ni para las actividades permitidas. El estrés, el ruido, las prisas, la angustia por "llegar tarde donde nunca pasa nada" (aquella canción de Serrat), ha quedado fuera de los muros de la vivienda, mientras, en el interior, la vida parece suspendida. Es una sensación de amparo y tranquilidad, que dice mucho del tipo de vida que habíamos llevado antes de la pandemia, sin tiempo para lo verdaderamente importante. Reencontrarse con uno mismo; poner en orden, no solo los altillos, sino también nuestros afectos y nuestras prioridades, pueden haber causado un efecto muy positivo.
Pero también, nos ha permitido comprender que los mayores son un reflejo de lo que seremos (si llegamos), la etapa más dura de la vida, no el resultado de un desecho; que los hijos son una responsabilidad nuestra y que en la escuela se forman, pero deben educarse en casa; que los vecinos, con sus martillos y el volumen de su televisor, no son tan distintos a nosotros; que conciliar el teletrabajo con los estudios de los hijos sin un ordenador en casa no resulta nada cómodo. Saber, en fin, que todos tenemos frustraciones y esperanzas, y derecho a lidiar con unas y alimentar las otras. Somos, en definitiva, una infinita variedad de emociones, preocupaciones y errores, y (como si fuera el cuento de Aladdín) hemos regresado a la lámpara (más pequeña o más grande), con la oportunidad de pulirnos, pero también, de darnos cuenta de que estábamos enganchados al tren de la vida por los pelos.

En cada una de las cabañas que componen nuestras ciudades, seguimos luchando por no quedarnos atrás en un mundo que está dispuesto a expulsarnos a la más mínima oportunidad.







jueves, 14 de mayo de 2020

Elvira Lindo. A corazón abierto

ELVIRA LINDO. A corazón abierto. Seix Barral.

En una historia bien contada (como esta) caben muchas historias. De modo que, cuando la autora afirma que quería escribir sobre la relación de sus padres, escribe también sobre las relaciones de pareja en los años sesenta, cómo se forjó la clase media, el esfuerzo y el tesón de los que se quedaron en la posguerra y dieron vida al país. 
La novela refleja la mirada comprensiva de una adulta a la niña que fue, la que experimentó la enfermedad y muerte de su madre a temprana edad y, mientras comenzaba su vida independiente, sufría el inevitable distanciamiento que supone crecer. 
A lo largo de la novela, Elvira Lindo contempla los miedos y debilidades de un hombre que ocultó a su familia las heridas de la infancia para proporcionarles una vida feliz.
Con humor y personajes entrañables, la autora nos ofrece una mirada curiosa hacia sus progenitores, pero también, un ejercicio de reconciliación con el pasado.

miércoles, 4 de marzo de 2020

POBREZA CONTAGIOSA

La pobreza se contagia, según enseñan los manuales de supervivencia. 
En la sociedad actual, carece de sentido que los pobres de la Tierra se unan para alcanzar un mundo mejor y, al propio tiempo, demostrar a quienes más tienen, que es necesario repartir la riqueza y que "ser uno de los desfavorecidos" no es cuestión de mala suerte, sino el fruto de unas estructuras que impiden el paso a quienes menos tienen, privándoles de oportunidades educativas, laborales, etc. Nadie apuesta por cambiar el mundo, por poner sensatez y humanidad en esta selva en la que lo hemos convertido. No se lucha para que haya agua para todos, sino por estar lo más cerca posible de la fuente, impidiendo que otros se acerquen.
En la pobreza existe una escala, como nos han enseñado desde Grecia en estos últimos días,
y nadie quiere bajar un escalón, aunque se trate de ayudar al prójimo. No sirve de nada pertenecer a esa vieja ilusión llamada Europa, puesto que también sus instituciones parecen apostar por sus propios pobres, dando la espalda a los demás.  No todos pueden llamarse pobres europeos, esa etiqueta está reservada.
Al viejo dicho "Siempre ha habido ricos y pobres", habría que añadir que nunca tantas clases de pobres como ahora.