ESPÉRAME.
Te dije “No voy” y la frase
me sonó imponente, porque –por primera vez– estaba defendiendo mi vida como un
territorio privado, en el que solo podía entrar quien yo eligiera. Te dije “No
voy” y sentí la liberación de no tener que viajar en Navidad, de soportar las
aglomeraciones de la estación (cuando sufres una, la sensación
parece multiplicarse con todas las demás que abren los telediarios), de ponerme
vestido, medias y zapatos de tacón, porque esa es la costumbre familiar, aunque
suponga pasar frío; de comer poco y cocinar mucho. A pesar de todo, quizás me
quedara algo de remordimiento, por eso, añadí: “Ya iré en Semana Santa o antes,
porque tengo días de vacaciones que este año no me he tomado; ya sabes,
demasiado trabajo en la oficina, ahora que se han jubilado dos compañeras”. La
línea telefónica, siempre tan fría, me transmitió, sin embargo, tu sonrisa
cálida y comprensiva, que yo interpreté como que no me creías, que seguía
siendo una niña caprichosa que necesitaba rebelarse de vez en cuando. Me enfadé
y volví al inicio: “No voy. Nos veremos más adelante”. Pero más adelante fue
tarde y lo poco que supe de ti durante tus últimos días de vida fue gracias a
una enfermera que me informaba de la mejor manera posible de que te estabas
apagando.
Este año aprendí que hay
costumbres familiares que son un auténtico ritual bajo el que se esconde la
seguridad con la que hemos crecido, que podemos cuestionarlo, ridiculizarlo e,
incluso, renegar de él; pero cuando nos rodea, nos hace sentir que pertenecemos
a una pequeña comunidad, hecha de amor y cuidados. Aprendí que decir voy, es decir me importas; que, a veces, la
vergüenza para confesar que amamos viene envuelta en un almuerzo copioso preparado
con la mejor sonrisa.
Hoy daría cualquier cosa
por regresar a esa conversación telefónica y decirte feliz: “Espérame”.
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