BAILE
DE SILLAS.
Tras cuarenta años de
casados, la única tarea en la que había conseguido que su marido se implicara
era la de poner la mesa para la cena de nochebuena; de modo que no estaba
dispuesta a que ninguna crisis sanitaria –por grave que fuese– y, mucho menos,
las recomendaciones de un ministro o consejero, frustrasen el resultado de
tantos años de esfuerzo.
Acababan de almorzar cuando
se pusieron manos a la obra. “Estas cosas conviene probarlas con tiempo para
que nada falle”. Era doce de diciembre. Desplegaron el ala supletoria de la
mesa y dispusieron diez sillas alrededor. Perfecto. Era asombrosa la manera en
la que las autoridades habían calculado el número adecuado para que la mesa no
se descuadrara. Las contó dos veces, porque le parecía imposible semejante
grado de acierto. Diez. Colocó el hule de los días de fiesta y el mantel con
motivos navideños. Se aseguró de que no quedara más corto en un extremo que en
otro y, mucho menos, colgara demasiado; no le gustaba ver que el mantel quedara
en el regazo de los comensales, porque acabarían limpiándose las manos en él,
en lugar de utilizar las servilletas.
Para asegurarse de que todo
cumplía con los requisitos que consideraba como imprescindibles para que una
mesa estuviese debidamente puesta, midió la mesa de un extremo a otro y colocó
el centro navideño justo en la mitad. Se alejó unos pasos para comprobar si
hacía el efecto deseado y a punto estuvo de trastabillar, porque se había
descalzado para no ensuciar la alfombra. Asintió, aunque en su interior, notaba
que faltaba algo. Ante el silencio expectante del marido, deseoso de sentarse a
ver las noticias, fue colocando un plato de respeto para cada uno de los diez
invitados, con la misma distancia entre uno y otro. Al finalizar, apretó los
labios, insatisfecha. Meditó un momento, abrió la caja de la cubertería que
guardaba exclusivamente para los días especiales y fue colocando correctamente
cada uno de los cubiertos que necesitarían. El brillo de cucharas, cuchillos y
tenedores pareció revitalizarla y recobró la confianza. “Perfecto”, murmuró. El
marido se dirigía ya hacia el sofá, cuando la vio contemplar la mesa
acariciándose el mentón. Cuarenta años de matrimonio pueden ser una tortura si
no se aprende a descifrar el significado de cada gesto. Sabía que faltaba algo:
las copas. Esta vez, por terminar cuanto antes, él se las fue aproximando
cuidadosamente. “Espera, ahora las de agua”. Nunca había entendido que en tu
propia casa te pusieras una copa para agua, pero se guardó mucho de decirlo. La
mesa estaba puesta, por fin.
–¿Quiénes vendrán? –preguntó el esposo mostrando un interés que hacía años que no sentía.
–Ya sabes que nunca me ha hecho falta nadie para ser feliz –respondió
ella.
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