martes, 22 de diciembre de 2020

 

BAILE DE SILLAS.

Tras cuarenta años de casados, la única tarea en la que había conseguido que su marido se implicara era la de poner la mesa para la cena de nochebuena; de modo que no estaba dispuesta a que ninguna crisis sanitaria –por grave que fuese– y, mucho menos, las recomendaciones de un ministro o consejero, frustrasen el resultado de tantos años de esfuerzo.

Acababan de almorzar cuando se pusieron manos a la obra. “Estas cosas conviene probarlas con tiempo para que nada falle”. Era doce de diciembre. Desplegaron el ala supletoria de la mesa y dispusieron diez sillas alrededor. Perfecto. Era asombrosa la manera en la que las autoridades habían calculado el número adecuado para que la mesa no se descuadrara. Las contó dos veces, porque le parecía imposible semejante grado de acierto. Diez. Colocó el hule de los días de fiesta y el mantel con motivos navideños. Se aseguró de que no quedara más corto en un extremo que en otro y, mucho menos, colgara demasiado; no le gustaba ver que el mantel quedara en el regazo de los comensales, porque acabarían limpiándose las manos en él, en lugar de utilizar las servilletas.

Para asegurarse de que todo cumplía con los requisitos que consideraba como imprescindibles para que una mesa estuviese debidamente puesta, midió la mesa de un extremo a otro y colocó el centro navideño justo en la mitad. Se alejó unos pasos para comprobar si hacía el efecto deseado y a punto estuvo de trastabillar, porque se había descalzado para no ensuciar la alfombra. Asintió, aunque en su interior, notaba que faltaba algo. Ante el silencio expectante del marido, deseoso de sentarse a ver las noticias, fue colocando un plato de respeto para cada uno de los diez invitados, con la misma distancia entre uno y otro. Al finalizar, apretó los labios, insatisfecha. Meditó un momento, abrió la caja de la cubertería que guardaba exclusivamente para los días especiales y fue colocando correctamente cada uno de los cubiertos que necesitarían. El brillo de cucharas, cuchillos y tenedores pareció revitalizarla y recobró la confianza. “Perfecto”, murmuró. El marido se dirigía ya hacia el sofá, cuando la vio contemplar la mesa acariciándose el mentón. Cuarenta años de matrimonio pueden ser una tortura si no se aprende a descifrar el significado de cada gesto. Sabía que faltaba algo: las copas. Esta vez, por terminar cuanto antes, él se las fue aproximando cuidadosamente. “Espera, ahora las de agua”. Nunca había entendido que en tu propia casa te pusieras una copa para agua, pero se guardó mucho de decirlo. La mesa estaba puesta, por fin.

–¿Quiénes vendrán? –preguntó el esposo mostrando un interés que hacía años que no sentía.

–Ya sabes que nunca me ha hecho falta nadie para ser feliz –respondió ella.

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