ESCALERAS DE LA INFANCIA (II)
La niña no sabía nada de redes sociales, aunque sí conocía ya la sensación que producía tener seguidores: la satisfacción de que unas personas le prestaran atención y la decepción por verlos marchar a sus quehaceres al cabo de unos minutos. Entrar y salir de la vida de otros se le daba bien, pero le causaba un cierto desánimo. Quizás, sin poder ponerle nombre, nacía en ella el deseo de vivir a través de los demás.
De todas las vecinas, Matilde, la del primero, parecía la más fiel; no había día que no se asomara al hueco de la escalera y la llamara ansiosamente. En realidad, no quería saber de la niña, sino tener a quién contarle lo caro que se estaba poniendo el pescado o lo poco que había dormido esa noche. La mayor parte de las veces, la niña conseguía distraerla con sus ideas infantiles, describiéndole cómo era el cielo desde su balcón o preguntando si en Navidad harían juntas los pestiños. Sin embargo, en otras ocasiones, Matilde la miraba sin verla, como si estuviese ida, y le hablaba de su difunto marido, al que, unos días, atribuía una muerte heroica ("Jacinto era un gran hombre", decía, henchida de orgullo) y, otros, un fallecimiento por despiste ("Jacinto andaba siempre en la luna", concluía cuando quería hacer pagar al esposo que se hubiese muerto sin ella). Ante esas luctuosas peroratas, la niña callaba y, con su sabia intuición de niña, se preguntaba si a Jacinto le gustaría estar ausente de aquella vida rutinaria. Después de todo, la ausencia era como un cristal bien limpio: siempre se veía desde ambos lados.
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