lunes, 10 de diciembre de 2018


NO VUELVAS A CASA POR NAVIDAD

       De entre los muchos anuncios, mensajes y memes que recibimos en estas fechas, quiero destacar tres: con la imagen del personaje de una conocida serie, se nos advierte de que estemos preparados para la avalancha de mensajes con los buenos deseos de personas que no se acuerdan de nosotros en todo el año. En otro, se nos hace ver el poco tiempo que dedicamos a nuestros seres queridos, que, calculado con frialdad provoca lágrimas. En tercer lugar, hay uno que nos muestra qué poco sabemos los unos de los otros.
     Sin embargo, es a la Navidad, como tiempo de encuentro y de celebración, al período del año al que más atención se le presta. Es en él cuando esperamos que regresen los familiares que están lejos, cuando preparamos la casa y nos acordamos de ese detalle que tanto gusta a nuestros seres queridos. ¿Qué está ocurriendo, entonces?
     En primer lugar, el consumismo pervierte nuestros buenos deseos, porque acaba confundiéndolos con un menú concertado, un regalo bien envuelto y ese traje que hace un año que no te pones; desde la última Navidad, precisamente. Hemos convertido esta época en una carrera de fondo para llegar a muchas mesas en las que ni se departe ni se comparte, sino que se come, uniendo nuestra insatisfacción a la de aquellos que nos rodean. No sé si es triste o grotesco; pero debería tener remedio.
   No vuelvas a casa (no llames, no pongas mensajes, no regales...) por Navidad, sino porque lo desees. Y aprende a desear las cosas desde el corazón, no desde la imagen de una campaña publicitaria.

lunes, 22 de octubre de 2018

NO ES RENTABLE, YA LO SÉ

 


            A la mayoría de las demandas ciudadanas el político responde con una proposición de ley (que luego se apruebe y cuál sea su contenido específico es otra cosa). Las más reclamadas son las leyes de orden penal, aquellas que se aplican cuando el comportamiento reprobable ya se ha cometido y poco o nada pueden hacer estas normas para evitarlo; sin olvidar, que el Derecho Penal debe ser el último recurso para intervenir.
         Con una ley parece que todo el mundo queda satisfecho, pero, a menudo, el problema no se resuelve. Una ley no puede cambiar mentalidades y, según vemos a diario, ni siquiera la posibilidad de ser sancionados disuade a muchos de cometer infracciones.
      Hace falta un compromiso serio con el bien común, convertir en valores ineludibles el respeto, así como la protección y ayuda al más débil, porque la sociedad en la que vivimos convierte en más fuerte a quien más poder tiene (económico, político, militar, etc.), y, de un modo u otro, todos llegamos a sentirnos oprimidos en alguna ocasión.
            El sentido común y la educación en valores morales libran un dura batalla con la demagogia y la rentabilidad que se exige a cada ciudadano, convertido en consumidor antes que en ser humano; pero, por más que suene grandilocuente, está en juego la subsistencia del planeta y de todas las especies que habitamos en él.  Aprender a conservarlo y cuidarlo no se ajusta a las leyes del mercado, lo sé, pero es nuestro deber.

           

           

lunes, 17 de septiembre de 2018

LA LLAMADA

Me atrevería a decir que el teléfono lo inventó una madre; pero no es mi intención poner en tela de juicio quién hizo este descubrimiento, sino comprender la especial relación que ha existido siempre entre una madre y sus hijos, a través del hilo telefónico. Una llamada como recordatorio, como despertador o, sencillamente, como excusa para sortear la soledad, han erigido en fácil chascarrillo la insistencia con la que las madres deseamos saber de nuestros vástagos, con el mismo empeño con el que ellos pretenden zafarse de nuestro control. Afortunadamente, el tiempo también madura las relaciones y las nutre de nuevos ingredientes, como el de las viandas preparadas por mamá, ese intercambio semanal de envases de plástico en el que se contiene una mínima parte del cariño y la preocupación a los que no estamos dispuestas a renunciar.
La llamada de una madre (aun con su sesgo de interrogatorio y su carga de reproche) es la conexión con una realidad que el mundo actual vuelve difusa y que nos plantea qué hacer con el cariño que un día dimos a alguien que se ha convertido en un adulto, con su propia forma de ver el mundo. La llamada nos permite también comprender y percibir ese cambio, adaptarnos a él poco a poco, situarnos en un nuevo marco de relaciones.
Claro está que todo eso se aprende del modo más doloroso: cuando quien antes llamaba a diario ya no es capaz de comprender para qué sirve ese aparato. Afortunadamente, el cariño no acaba nunca.

lunes, 10 de septiembre de 2018

NADA ES IGUAL

Nada es igual que en la infancia; no hay comienzo verdadero si los ojos no son niños, si no saben contemplar con inocencia.
Hoy es un día de reencuentros, de mucho sueño, pero, sobre todo de ilusión. ¡Pobres!, no saben que cargan ya en sus mochilas el peso que los adultos les vamos a ir anticipando: los madrugones, los desayunos apresurados, las obligaciones, en suma; ese terreno que abona culpas y rutinas amargas. Todo llegará, porque también esa semilla hemos puesto en ellos. Mientras tanto, les vemos sonrientes, recién peinados (como van a estar cada mañana durante los próximos meses), atesorando los olores de libros, gomas y cartucheras, ese que ya nunca se irá de su memoria, el que siempre les devolverá a la puerta de la escuela, una y otra vez, por más años que vayan cumpliendo.
Son felices en un mundo que teoriza sobre la felicidad y hace todo lo posible por volverla inalcanzable y ese reducto les pertenece. Lo sabemos y aún lo respetamos, no sé por cuanto tiempo, porque en la infancia hay pobreza. Muchos niños no comenzarán el curso hoy o lo harán en pésimas condiciones, sin desayuno, ni mochila. Ellos guardarán un recuerdo menos grato, pero ese serán el que tengan toda la vida.

lunes, 3 de septiembre de 2018

¿POR QUÉ LO LLAMAMOS SEPTIEMBRE?

Septiembre se llama, pero debería llamarse regreso a la vida real.
Hace ya más de dos meses que los anuncios de la televisión y los reportajes de los informativos nos previenen contra el sol, los hongos en los pies y los trastornos digestivos provocados por las costumbres de las vacaciones. Lo hemos interiorizado tan bien, que, incluso los que no se hayan marchado, han creído experimentarlos. Ahora toca restablecerse; pero no hay de qué preocuparse, los supermercados anuncian ofertas para facilitarnos la vuelta y las banderolas que llenan sus pasillos indicando la zona donde se encuentra el material escolar hacen imposible que nos perdamos, un año más.
Y, para los nostálgicos, aún pueden encontrarse "escapadas sugerentes para que la vuelta no sea tan dura". Excelente idea esa de marcharse de nuevo para no tener que regresar nunca.
Mientras tanto, oiremos a una legión de expertos pontificar sobre la ansiedad posvacacional y los remedios para combatirla. Suerte que tienen los que no se marcharon de vacaciones, los que ya están. No sé yo si les consolará saber que, a fin de cuentas, tampoco es para tanto el descanso veraniego, tantas horas con la misma familia a la que rehuimos durante todo el año, la siesta interrumpida por niños que no son los tuyos y el ambiente asfixiante de las casas de veraneo a las que todo el mundo quiere ir, aunque sea para acordarse de lo bien que estarían en la suya propia.
Lo llamamos septiembre y eso equivale a leer bajo un árbol sin estar rodeada por tribus urbanas, a pasear por la playa sin pisar los pies de otros seres humanos, a sentirse bien con uno mismo, porque (¿para qué nos vamos a engañar?) lo natural es quedarse donde uno tiene sus raíces.

martes, 17 de julio de 2018

MALDITOS RECUERDOS



Un pasillo de hospital se presenta siempre como un túnel, una calzada hacia la incertidumbre, que frena nuestros pasos y alienta nuestro deseo de correr hacia la salida. Hay unidades con pasillos animados por gente que espera en la puerta de las habitaciones, seres que sueñan con marchar pronto y otros que llegan a poner un poco de alegría en las tediosas horas de encierro. Sin embargo, hay pasillos en los que, al pisar por primera vez, percibimos el desconsuelo que produce saber que no conducen a ninguna parte, que las expectativas han cedido a la mínima esperanza de desear que todo permanezca como está, que, al menos, no empeore.

Una señora de más de ochenta años pregunta por su madre reiteradamente (mi abuela decía que en los peores momentos siempre habrías de acordarte de tu madre), la persona que la acompaña le ofrece un frágil consuelo "ahora viene, ha ido a comprar". La enferma calla un momento, parece que las palabras han conseguido frenar su angustiosa llamada, hasta que responde: "No tiene dinero".

La pobreza, flotando en el pozo negro de la memoria, como un recuerdo maldito. 
 

viernes, 13 de julio de 2018

UNA MADRE DE PELÍCULA

La voz de mi hijo se entrecortaba; de fondo se oía el viento soplar. Lo imaginé a la intemperie durante una noche desapacible y se me encogió el corazón. No era para esto para lo que había ido a estudiar al extranjero. No pude entender nada de lo que me dijo, por más que lo repasé una y otra vez después de que la comunicación se hubiese cortado. Preocupada, volví a mirar la fotografía que mi hijo menor me había mostrado de su hermano en las redes sociales, realizada en estos días; pero no parecía él. Todo estaba fuera de lugar en mi mente y, lo peor era que la prensa hablaba de tragedias en las que se veían envueltos jóvenes que se hallaban fuera de sus casas. Eso no ayudaba, como tampoco lo hacía el que personas de nuestro alrededor no dejasen de insinuarnos que habíamos cometido una locura dejándolo marchar a aquel curso de verano. Me decía a mí misma que era un país de la Unión Europea, que no estaba en una zona de conflicto...; pero volvía a la falta de noticias y a la llamada y todo me parecían malos presagios. La cabeza me daba vueltas.

-Mamá, mamá -noté que me sacudían ligeramente.
-¿Pablo? Pero...¿tú no estabas en Grecia? -sentía como si hubiese salido de una pesadilla interminable.
Me miró con condescendencia; no es ya que se hacía un adulto, es que me veía mayor y se sentía obligado a dejar de protestar por las cosas que yo hacía, para intentar comprenderlas.
-Si no te espabilas, no llegamos a tiempo al aeropuerto -sonreía.
-Pero...-me daba vergüenza confesar todo lo que mi cabeza había llegado a construir-, tuvimos que llamar a la embajada, no sabíamos nada de ti...
Se acercó y me miró fijamente, evaluando los estragos que aquel mal sueño había dejado en mi cerebro.
-Estaré bien, no te preocupes. Todas esas ideas que hay en tu cabeza vienen de esas películas de Liam Neeson que tanto te gusta ver.
La frase resonaba en mi cabeza cuando lo vi embarcar esa madrugada.
FIN

lunes, 9 de julio de 2018

LA EMBAJADA

Que alguien tome el mando no siempre resulta tranquilizador y, por consiguiente, no nos invita a depositar nuestra confianza en lo que esa persona haga, sino que, más bien, llegamos a temer hasta dónde esté dispuesta a llegar, por muy buenas que sean sus intenciones. He aquí un vivo ejemplo:
-He localizado al profesor que se ha encargado de organizar el viaje -dice el padre.
Todo normal; a fin de cuentas, el profesor estará acostumbrado a que haya padres que no se conformen con ese estereotipo de los jóvenes que viajan al extranjero y no se comunican con su familia.
-Me ha puesto en contacto con la embajada -añade con suavidad, esperando mi respuesta.
Lo miro un momento. "Embajada" suena a película de secuestro de Harrison Ford, de modo que intento recomponer en mi mente cuál será en realidad su intervención en un asunto doméstico como el que nos ocupa. De repente, temo que estemos haciendo una montaña de un grano de arena y lo digo, creyendo que mis palabras pueden tener algún efecto sobre los acontecimientos. Pronto voy a saber que estoy equivocada.
-He llamado y van a hacer gestiones para localizarlo -anuncia, sabiendo que acaba de poner ante nosotros el termómetro de nuestras emociones: si no haces nada y te dejas llevar, cuántos reproches cabrán ante lo inevitable; en cambio, si haces algo, cómo de ridículo podrás aparecer ante los ojos de los demás y -lo peor- de tu propio hijo. Por eso, suspiro y decido subir un grado más la exageración con la que, seguramente, lo estamos viviendo:
-¿Qué pensarán los demás cuando sepan que la embajada hace gestiones para asegurarse de que está bien? Creerán que es el hijo de un diplomático o algo así -digo pensativa, temiendo que la situación se escapa ya de nuestras manos.
    Es muy temprano cuando suena el teléfono, lleno de presagios, como siempre que un miembro de la familia está fuera.
Continuará

miércoles, 4 de julio de 2018

La sociedad y el tomate frito


La sociedad diseña un modelo de padres y madres en el que se presupone un grado de nerviosismo rozando la histeria cuando los hijos marchan fuera del hogar.

Bajo esta premisa, pueden llegar a producirse situaciones como la que a continuación se narra:

Padre: No he dormido en toda la noche. No pienso estar un minuto más sin hablar con el niño.

(El niño tiene casi veinte años)

Madre: Ha puesto una foto en las redes sociales.

Padre: A mí eso no me sirve, puede estar trucada. ¿Cómo se llamaba el profesor encargado del curso al que ha ido?

Madre: No sé. Tiene un apellido parecido a una marca de tomate frito...

      El esposo la mira. Piensa que, después de todo, bajo la apariencia tranquila, los nervios también están haciendo estragos en ella, afectando a su equilibrio emocional, hasta el punto de mezclar la lista de la compra con una situación tan aterradora como la de que hace dos días que no saben nada de su hijo.
     Él lo va a arreglar, por supuesto que sí. Ya verán cómo en la siguiente entrega.

Continuará


lunes, 2 de julio de 2018

UN VIAJE EMPIEZA ANTES

Del momento en el que empieza un viaje se ha escrito mucho como para que yo pueda aportar algo más que mi propia experiencia. Es lo cierto, que hay quienes lo vivimos intensamente desde que se imagina y va creciendo a medida que se van realizando los preparativos. Esto será lo que le habré transmitido a mi hijo, porque hace meses que colocó en la puerta del frigorífico la inmensa lista de lo que necesitaría llevar para su viaje de estudios y fue tachando concienzudamente aquello que preparaba. Me sentí orgullosa de comprobar que era alguien que se emocionaba con el más mínimo detalle y que, además, no iba a improvisar, volviéndonos locos al resto de la familia. Eso creí.
Llegó el día de salida; él, aparentemente, tranquilo, deseoso de iniciar su viaje de estudios al extranjero; nosotros, disimulando, haciendo como que es cosa de un mes y luego el resto del curso queda un poco lejos.
En la cola de embarque hace bromas acerca de que estamos todos rodeándolo y, en realidad, es él el único que se marcha. Me gusta verlo así, con la mente y los ojos abiertos, sin atisbo de temor y, con esa sensación, regreso a casa, ya de madrugada.
Cualquier madre sabe que, cuando uno de los hijos no está, la ausencia se nota incluso antes de que pongas un pie en el suelo para levantarte de la cama. Si, además, está lejos, inmediatamente, piensas si habrá dejado algún mensaje en el móvil. No hay avisos, no está conectado, no ha puesto ninguna fotografía (ahora que los jóvenes suben imágenes de todo lo que van haciendo). Trago saliva, intentando no convertir en un drama el hecho de que no sé nada de mi hijo y tampoco tengo medio de hablar con él.
Continuará

jueves, 1 de marzo de 2018

La excursión


       El comunicado del instituto sobre la excursión ha estado varios días sobre el mueble del recibidor, mientras el padre y la madre hacían como que no lo habían visto. Un día durante el almuerzo tienen que enfrentar la realidad:

–Quiero ir –les dijo el adolescente, con la voz más firme que los cambios hormonales pudieron fabricar.

–¿Estás seguro? –preguntaron al unísono, intentando reforzarse el uno al otro, para hacer más convincente su oposición.

–Van todos –respondió encogiéndose de hombros.

            Ese era el problema, que iban todos, y que en ese todos él no encajaría nunca.

            El aliento de padres y madres llena los alrededores del autobús, creando una nube que les impide ver a sus hijos adentrarse en el vehículo.

            El joven asciende lentamente, con los auriculares ya puestos. Podría ser uno más, salvo porque es el único al que nadie saluda. Percibe que todas las miradas se dirigen hacia él, de modo que camina, rozando el suelo, intentando pasar desapercibido. Son muchos los años que lleva soportando humillaciones, comentarios malsonantes y empujones, así que ha aprendido a encogerse, a hacerse casi invisible, a detectar cuándo una mirada indiferente guarda la promesa de una agresión posterior. Sabe que así será en cuanto lleguen a su destino y se instalen. Nadie se ha ofrecido a compartir habitación con él, de modo que tendrá que hacerlo, seguramente, con uno de los que siempre están dispuestos a ayudarles a cambio de algo de protección.

Sabe sus tácticas y, sin embargo, no puede evitarlas de ningún modo. Está atrapado entre sus deseos de ser normal, de disfrutar del viaje, y la certeza de que se lo impedirán.

            Se sienta al fondo, un lugar seguro al que no llegará nadie, porque todos han acordado previamente con quién se sentarían, asientos lejanos al suyo, donde hay alegría y comentarios jocosos. De nada de eso le han dejado participar nunca.

            El profesor recorre el pasillo del autobús haciendo comprobaciones de última hora. Sabe que puede confiar en él, que no es conflictivo y cumple las normas, aunque se comporte de modo taciturno y siempre se quede fuera de todos los grupos de trabajo. Con una mezcla de fastidio y cariño comenta:

–Tú solo, como siempre. Bueno, si es lo que te gusta...

            De ese modo, sin saberlo, certifica su derrota. 

jueves, 8 de febrero de 2018

La cabeza en el armario


–¡Mamá, me voy!–gritó desde la planta baja.

            Inmediatamente, oí cómo se cerraba la puerta.

            Tenía la cabeza metida en el armario, buscando ese bolso de verano que tanto le gustaba y que me negaba a prestarle hasta que yo misma no lo estrenara. Nunca encontré una ocasión apropiada para hacerlo; ya no la habrá.

            No le respondí. Es verdad que podía haberlo hecho, aunque mi voz le hubiese llegado amortiguada por el piso que nos separaba y por la ropa que envolvía mi cabeza, pero, secretamente, la culpaba de la desaparición del bolso y sancioné con mi silencio la supuesta falta.

            No sé cuánto tiempo pasé hurgando entre mis objetos personales, mal guardados; como me ocurría siempre en el cambio de temporada, acababa tan cansada que había cosas que arrinconaba al fondo del armario para otro momento, que nunca llegaba. Por siempre, ese tiempo sería el terreno abonado para la culpa y el remordimiento. Muchas veces desde entonces me he repetido que podía haberla detenido en su marcha para preguntarle cualquier nimiedad o pedirle que se quedara a ayudarme el tiempo suficiente para que aquel coche pasara de largo. Nunca lo sabré, pero nadie podrá convencerme de que una madre no tiene influencia en el destino de su hija; me niego a pensar que la traje al mundo como si la hubiese expulsado a un agujero negro en el universo, expuesta a todos los males y, sin embargo, así ha sido.

            A partir de ese día, no hago más que transitar por un camino de sombras, como si mi cabeza no sólo no hubiese salido del armario, sino que estuviese encerrada en él bajo llave.

                       

martes, 16 de enero de 2018

Alejandra

 

Se llamaba Alejandra. Todas las mañanas temprano caminaba cerca de la carretera desde su casa a la parada del autobús, en el que llegaba a su instituto. Llevaba al hombro su mochila, en la mano un cuaderno, seguramente, para ir repasando, y los auriculares puestos.

El lunes no llegó al instituto, ni siquiera alcanzó la parada del autobús. Un conductor la atropelló y la mató, dejándola tirada junto a la carretera. Nada se pudo hacer por salvarle la vida.

Gracias a la colaboración ciudadana, se localizó al individuo y se le detuvo, ya subido a un avión para marcharse cobardemente a Buenos Aires, lejos de la horrible tragedia que sus actos habían provocado. Su nombre no importa, es necesario olvidarlo cuanto antes, borrarlo de la faz de la tierra.

El de ella era Alejandra; hay un asiento vacío en el autobús, en su aula, en la mesa de su casa y en la de estudios de su habitación. Pero ha dejado un reproductor de música, una mochila y un cuaderno. Alguien tan joven que deja ese legado en este triste mundo merece ser recordada siempre.