Me atrevería a decir que el teléfono lo inventó una madre; pero no es mi intención poner en tela de juicio quién hizo este descubrimiento, sino comprender la especial relación que ha existido siempre entre una madre y sus hijos, a través del hilo telefónico. Una llamada como recordatorio, como despertador o, sencillamente, como excusa para sortear la soledad, han erigido en fácil chascarrillo la insistencia con la que las madres deseamos saber de nuestros vástagos, con el mismo empeño con el que ellos pretenden zafarse de nuestro control. Afortunadamente, el tiempo también madura las relaciones y las nutre de nuevos ingredientes, como el de las viandas preparadas por mamá, ese intercambio semanal de envases de plástico en el que se contiene una mínima parte del cariño y la preocupación a los que no estamos dispuestas a renunciar.
La llamada de una madre (aun con su sesgo de interrogatorio y su carga de reproche) es la conexión con una realidad que el mundo actual vuelve difusa y que nos plantea qué hacer con el cariño que un día dimos a alguien que se ha convertido en un adulto, con su propia forma de ver el mundo. La llamada nos permite también comprender y percibir ese cambio, adaptarnos a él poco a poco, situarnos en un nuevo marco de relaciones.
Claro está que todo eso se aprende del modo más doloroso: cuando quien antes llamaba a diario ya no es capaz de comprender para qué sirve ese aparato. Afortunadamente, el cariño no acaba nunca.