Que alguien tome el mando no siempre resulta tranquilizador y, por consiguiente, no nos invita a depositar nuestra confianza en lo que esa persona haga, sino que, más bien, llegamos a temer hasta dónde esté dispuesta a llegar, por muy buenas que sean sus intenciones. He aquí un vivo ejemplo:
-He localizado al profesor que se ha encargado de organizar el viaje -dice el padre.
Todo normal; a fin de cuentas, el profesor estará acostumbrado a que haya padres que no se conformen con ese estereotipo de los jóvenes que viajan al extranjero y no se comunican con su familia.
-Me ha puesto en contacto con la embajada -añade con suavidad, esperando mi respuesta.
Lo miro un momento. "Embajada" suena a película de secuestro de Harrison Ford, de modo que intento recomponer en mi mente cuál será en realidad su intervención en un asunto doméstico como el que nos ocupa. De repente, temo que estemos haciendo una montaña de un grano de arena y lo digo, creyendo que mis palabras pueden tener algún efecto sobre los acontecimientos. Pronto voy a saber que estoy equivocada.
-He llamado y van a hacer gestiones para localizarlo -anuncia, sabiendo que acaba de poner ante nosotros el termómetro de nuestras emociones: si no haces nada y te dejas llevar, cuántos reproches cabrán ante lo inevitable; en cambio, si haces algo, cómo de ridículo podrás aparecer ante los ojos de los demás y -lo peor- de tu propio hijo. Por eso, suspiro y decido subir un grado más la exageración con la que, seguramente, lo estamos viviendo:
-¿Qué pensarán los demás cuando sepan que la embajada hace gestiones para asegurarse de que está bien? Creerán que es el hijo de un diplomático o algo así -digo pensativa, temiendo que la situación se escapa ya de nuestras manos.
Es muy temprano cuando suena el teléfono, lleno de presagios, como siempre que un miembro de la familia está fuera.
Continuará