PERDERSE
Tendría ocho años cuando me perdí una tarde de primavera. Fue
en los pinares de El Puerto, donde había ido a pasar la tarde con mi familia y
unos amigos. Aprendí que perderse era un acto instantáneo, una especie de
ilusionismo, donde te ves junto a alguien y, de repente, ya no está o eres tú
quien se ausenta. A veces, nos sentimos perdidos sin que los demás lo sepan.
Como en los
momentos clave de la vida siempre se te olvidan los consejos, no seguí las
instrucciones de mi padre “cuando os perdáis, no os mováis”. Yo comencé a andar
y aún tengo en la memoria el carrusel de imágenes que me fui encontrando: los
árboles me parecieron más oscuros, más tupida la sombra, más fino el haz de luz
que se filtraba por sus copas… Supongo que fue el influjo de algunos cuentos.
Un matrimonio con dos niños pequeños recogía sus cosas para
marcharse. Se miraron. El hombre me tomó de la mano y fue caminando conmigo. Yo
no podía informar del paradero de mi familia, porque todos los árboles y todos
los claros me parecían idénticos, de modo que el hombre me acompañó en mi
pérdida. Encontramos a un numeroso grupo de personas de todas las edades. Uno
de los hombres dijo: “déjala aquí, ayer se perdió otro niño”. Recuerdo haber
pensado si aquel grupo se encargaba de recoger niños perdidos. El hombre que me
llevaba de la mano no se rindió y seguimos caminando. De repente, entre unas
ramas, apareció mi hermana mayor con una amiga. “¿Qué haces aquí?”, preguntó
con interés de hermana mayor que no quiere ser declarada responsable. “Me he
perdido”, informé yo.
Regresamos al lugar donde estaba mi familia. Me presenté ante
mi madre y repetí “Me he perdido”. No sabía si debía echar una lágrima o mostrar arrepentimiento por algo que no había sido voluntario. Mi madre resolvió la situación expeditivamente: “Que no vuelva a ocurrir. Siéntate
y merienda”.