Dicen que el tiempo todo lo arregla. No diría yo eso; más
bien, lo deja reposar, a ver cómo lo encontramos años después.
Hoy me he encontrado con los
veranos de la infancia, los únicos que olían de verdad, eternas tardes de sol,
habitaciones en penumbra y toda la vida por delante. Tengo en mi memoria los
viajes en coche desde el amanecer hasta
el mediodía; “mamá, tengo fatiga”,
“mamá, mi hermano no me deja”… Y mi madre multiplicándose para atendernos e imponer
silencio; porque, en esos años, conducir era desentrañar los misterios de una máquina, que hoy algunos creen tener bajo control. La llegada al pueblo de unos niños de
ciudad, que procuraban portarse bien, pero eran demasiados como para pasar
desapercibidos. Unos extraños visitando a otros extraños. Y mi padre como una figura intermedia: el hijo que se marchó y regresa de vacaciones, con su
familia numerosa, su coche y un puñado de recuerdos para compartir.
Aquellas visitas veraniegas nunca supusieron un regreso, su vida estaba hecha ya en otra parte. Yo veía su tristeza al marchar y los rostros de alivio de todos los demás. Ahora que veo pasar aquellos años, como si estuvieran en las hojas de un álbum, pienso que tristeza y alivio son la medida de nuestras pérdidas.