–¡Mamá, me voy!–gritó desde la planta baja.
Inmediatamente,
oí cómo se cerraba la puerta.
Tenía la cabeza metida en el armario, buscando ese bolso
de verano que tanto le gustaba y que me negaba a prestarle hasta que yo misma
no lo estrenara. Nunca encontré una ocasión apropiada para hacerlo; ya no la
habrá.
No le respondí. Es verdad que podía haberlo hecho, aunque
mi voz le hubiese llegado amortiguada por el piso que nos separaba y por la
ropa que envolvía mi cabeza, pero, secretamente, la culpaba de la desaparición
del bolso y sancioné con mi silencio la supuesta falta.
No sé cuánto tiempo pasé hurgando entre mis objetos
personales, mal guardados; como me ocurría siempre en el cambio de temporada,
acababa tan cansada que había cosas que arrinconaba al fondo del armario para
otro momento, que nunca llegaba. Por siempre, ese tiempo sería el terreno
abonado para la culpa y el remordimiento. Muchas veces desde entonces me he
repetido que podía haberla detenido en su marcha para preguntarle cualquier
nimiedad o pedirle que se quedara a ayudarme el tiempo suficiente para que aquel
coche pasara de largo. Nunca lo sabré, pero nadie podrá convencerme de que una
madre no tiene influencia en el destino de su hija; me niego a pensar que la
traje al mundo como si la hubiese expulsado a un agujero negro en el universo,
expuesta a todos los males y, sin embargo, así ha sido.
A partir de ese día, no hago más que transitar por un
camino de sombras, como si mi cabeza no sólo no hubiese salido del armario,
sino que estuviese encerrada en él bajo llave.