Se
llamaba Alejandra. Todas las mañanas temprano caminaba cerca de la carretera
desde su casa a la parada del autobús, en el que llegaba a su instituto.
Llevaba al hombro su mochila, en la mano un cuaderno, seguramente, para ir
repasando, y los auriculares puestos.
El
lunes no llegó al instituto, ni siquiera alcanzó la parada del autobús. Un
conductor la atropelló y la mató, dejándola tirada junto a la carretera. Nada
se pudo hacer por salvarle la vida.
Gracias
a la colaboración ciudadana, se localizó al individuo y se le detuvo, ya subido
a un avión para marcharse cobardemente a Buenos Aires, lejos de la horrible
tragedia que sus actos habían provocado. Su nombre no importa, es necesario
olvidarlo cuanto antes, borrarlo de la faz de la tierra.
El
de ella era Alejandra; hay un asiento vacío en el autobús, en su aula, en la
mesa de su casa y en la de estudios de su habitación. Pero ha dejado un
reproductor de música, una mochila y un cuaderno. Alguien tan joven que deja
ese legado en este triste mundo merece ser recordada siempre.